Desde el lugar oscuro y frio en
el que estoy, recuerdo el primer día de instituto. Siempre había sido una niña
feliz. Me criaron mis abuelos ya que mis padres desaparecieron para vivir su
vida dejándome con ellos. Era una buena estudiante, no tenía muchos amigos ya
que les parecía rarita. Ese día dejaba atrás el colegio, las burlas y las
agresiones. Ese día empezaba el instituto, en un distrito diferente, con gente
que no me conocía. ¿Podría hacer amigos ahora? Me senté a mitad de la clase esperando
al profesor, los pupitres estaban llenos. Mis compañeros hablaban entre ellos
ya que se conocían.
Yo solo era la nueva, a la que no
conocían y dudaba mucho que se interesaran en hacerlo. ¿Por qué iba a cambiar
mi situación ahora que estaba en el instituto? La vida me había condenado a la
soledad. Primero m abandonan mis padres, segundo no logro hacer amigos, por lo
tanto que tengo, soledad solo eso.
Una chica de pelo rojizo se sentó
a mi lado. No me habló, miró al frente y esperó a que sonara el timbre de la
hora del almuerzo, mientras jugueteaba con si móvil.
Cogí mis cosas, y me dirigí al
baño más cercano de clase antes de bajar al patio donde teníamos permiso para
almorzar. Allí estaba la chica pelirroja, mirándome de arriba abajo, junto con dos
chicas más.
– Oye nueva, ¿quieres un poco?
–sorprendida de que me hablaran miré lo que señalaban.
– No, gracias.
Intenté salir de allí para ir a
otro de los baños, pero me bloquearon la puerta. En ese instante empecé a
sentirme incomoda, ¿qué iban a hacerme, pegarme?
– ¿Eres una niñita estirada?
Pruébalo, no te hará daño. Además, será nuestro secreto de amigas, sé que no
conoces a nadie aquí, y yo soy popular. Siendo mi amiga todos querrán ser
amigos tuyos.
Amigas. Esa palabra hizo que me
revolotearan mariposas en el estómago. Nunca había tenido amigas.
– No sé cómo hacerlo –dije.
– Toma –dijo dándome un billete
convertido en canuto–, colócatelo en la nariz e inspira.
– ¿Y si nos pillan? –dije
preocupada porque entrara algún profesor.
– Están vigilando no te
preocupes. Venga esnifa.
Lo hice, solo por gustar, solo
por formar parte del grupo. Quería que me aceptaran, que me quisieran con
ellas.
La sensación cuando entró fue
rara. Me pico un poco la nariz y luego empezó a caerme un poco la moquita. No
noté los efectos hasta pasados diez minutos, una ola de placer me inundó, nunca
había sentido algo como aquello. El corazón se me aceleró, me sentía eufórica.
Me encantó lo que sentí. Las siguientes clases se me hicieron cuesta arriba y
pasaron volando mientras yo seguía en mi mundo.
– ¿Te ha gustado? No sé tu
nombre. Por cierto, soy María.
– Carla. Y me ha encantado. Nunca
había sentido nada por el estilo.
– ¿No te habías colocado antes?
–dijo entre susurros.
– Nunca. Ni si quiera he probado
los porros.
– ¿Repetimos mañana a la hora del
almuerzo? –preguntó
– Claro –contesté solo por ser su
amiga.
Sabía que no estaba bien, que las
drogas no son buenas y que en alguien tan joven como yo puede tener efectos
irreversibles de por vida. Pero tener amigos cuando antes era una marginada
hizo que cambiara de parecer. Podría controlar la situación, lo haría una
temporada hasta que les gustara y luego lo dejaría.
A partir de ese día, siempre
íbamos a la hora del almuerzo al baño. Sabía que no me convenía meterme esa
mierda, pero la sensación que me producía me encantaba. Cada vez necesitaba más
para sentir lo mismo que al principio. Pasados unos meses estaba completamente
enganchada y necesitaba consumir todos los días.
En una fiesta conocía a Rafael,
él era el camello que les proporcionaba la coca a mis amigas, así que traté de
conseguir un poco para guardármelo por si algún día me apetecía hacerme unas
rayas en casa.
– Son treinta euros, nena.
– No llevo tanto encima.
– Esta vez puedes pagarme de otra
forma –dijo acariciándome un pecho.
Me daba asco, pero necesitaba
colocarme así que accedí sin más. Como ya me había metido alguna raya que otra
estaba completamente ida y no me resultó tan asqueroso al final, de hecho, me
divertí.
A partir de ese momento, empecé
una especie de relación con Rafael. Él me proporcionaba drogas y yo le
entregaba mi cuerpo a cambio. Rafael, era gordo, siempre estaba sudoroso.
Tendría unos cuarenta años, yo dieciséis. Cuando me besaba me su lengua me
lamía casi toda la cara pero no me importaba lo que hiciera con tal de que me
diera un poco de droga para pasar el rato.
Muchos días faltaba al instituto,
las que eran mis amigas ya no querían saber nada de mí. De hecho me enteré de
que trabajaban para Rafael para captar a nueva clientela y conmigo hicieron el
agosto, ellas y él.
– Prueba esto nena, te va a
encantar.
Me dio una pastilla y me la tomé.
Empecé a tener alucinaciones, veía un prado y caballos corriendo, era tan real.
Oía hablar a gente y me acerque a ellos. Eran mis padres cuidando de una
niñita, la que supuse que era yo. De repente cambió la visión, estaba volando,
junto con los pájaros, volaba y reía al mismo tiempo. Era feliz.
Pasaron las semanas y me iba
consumiendo cada vez más. Mis abuelos estaban preocupados, había adelgazado mucho,
yo les decía que debido al estrés de los estudios. Pero sabía que ellos notaban
que iba algo mal. El Director del instituto les había llamado para decirles que
estaba faltando a clase. Les convencí que era debido a que estaba en la
biblioteca estudiando. Como hasta el momento era muy buena estudiante me
creyeron rápidamente.
El fin de semana siguiente a la
bronca con mis abuelos Rafael me llevó a una fiesta. Todo eran hombres
trajeados, parecían importantes. En un lado de la habitación sobre una mesa, habían
pastillas de LSD, cocaína, había una botellita para inhalar y por supuesto
heroína.
Los hombres me hicieron inhalar
el gas, me aseguraron que no me haría daño, que solo aumentaría mi placer
sexual. Uno a uno fueron tomando mi cuerpo, mientras bebíamos y nos
colocábamos. Mientras me dieran drogas a mí me daba igual, de hecho estaba
disfrutando del placer que me proporcionaba cada uno de ellos, o varios de
ellos a la vez. No me importaba que fueran mayores y a ellos no parecía
importarles que yo fuera menor de edad.
Metí tanta mierda en mi cuerpo
que estaba muy colocada, algunos me hacían lamer la cocaína directamente de sus
miembros o ellos lo lamías del mío. Tenía tal subidón y me gustaba tanto que
cuando terminó la fiesta decidí seguir por mi cuenta, con alguna de las
reservas que tenía guardadas.
Llegué a casa y me faltaba el
aire, estaba desapareciendo los efectos de la droga y me estaba dando el mono.
Me dolía el pecho y no podía respirar bien. Saqué de mi escondrijo una bolsita
con cocaína. Me prepare unas rayas e inhalé. ¿Por qué no disminuía el dolor del
pecho? Abrí las ventanas y me asome, el aire fresco me ayudo un poco, pero el
corazón seguí latiéndome a mil por hora. Me asomé un poco más, necesitaba más
aire. El dolor empezó a subir por mi brazo izquierdo, en el que estaba apoyada.
Este me falló y me precipité desde un octavo piso al vacío. Antes de llegar al
suelo el corazón me falló y mi cerebro se desconectó.
Hoy desde la oscuridad en la que estoy, sigo
preguntándome si de haber sido más fuerte seguiría viva. Las drogas me
destruyeron, pensaba que controlaba y que lo dejaría cuando quisiera pero morí
por una sobredosis. Registrado en SafeCreative 1404230646806
No hay comentarios:
Publicar un comentario